¿Cuán atemorizados debían estar los primeros navegantes europeos al penetrar en los oscuros santuarios de cualquier país asiático, poblados de intrigantes criaturas quiméricas de ojos saltones y colmillos amenazantes?
En sus aldeas natales, las cosas estaban claras. Lo bueno era bello y era verdadero. Los ángeles como los dioses del Olimpo lucían perfectas proporciones y harmoniosas facciones y las puertas de los lugares de culto estaban pobladas por tan amables guardianes tutelares. Lo malo era feo y era falso. Los demonios y demás criaturas monstruosas espantaban con sus rasgos animalizantes, un cuerno aquí, un hocico allá, y recordaban la amenaza de un castigo eterno, privados para siempre del amor divino.
En cambio, en esas tierras lejanas, a ambos lados de las gigantescas puertas de los templos, los Yaksha indios rivalizaban en fealdad con los Dvarapala tailandeses, los coléricos generales Heng y Ha chinos o los Niô japoneses. ¿En qué tipo de mentalidad retorcida cabía una espiritualidad que rindiera culto a unos seres tan monstruosos, tan semejantes a nuestros demonios? Sin duda, aquellos cultos paganos eran demenciales y no entendían el dualismo fundamental entre el bien y el mal, lo hermoso y lo feo o lo humano y lo animal…

¿de qué lado están los dioses y de cual los demonios?
Para encontrar el origen de esta costumbre de situar a criaturas con aspecto demoníaco a modo de guardianes tutelares, tenemos, como no, que viajar hasta la India, hasta la noche de los tiempos, la misteriosa India de las religiones Védicas de la que poco nos ha llegado. Un mito fundacional sí se repite a lo largo de la esfera cultural India, desde las alturas del Himalaya hasta los bajo relieves de Angkor Vat: el combate entre los Devas (dioses) y los Asura (demonios), que termina con el hermoso mito del batido del océano de leche, Devas y Asuras estirando cada uno una punta de una serpiente enrollada entorne al monte Mandara para batir ese liquido blanco hasta convertirlo en el néctar de inmortalidad que ansían ambos grupos. Pero al ojo inexperto (como el mío) le costará distinguir, en muchas de la infinidad de representaciones gráficas y escultóricas que se han hecho de este mito, qué grupo son los Devas y qué grupo son los Asuras.


colmillos y ojos saltones

Hacía el siglo V antes de nuestra era, la rígida y severa sociedad de la India védica se ve sacudida por una serie de nuevas espiritualidades y corrientes de pensamiento no violentos, siendo el budismo la que tendrá un éxito más rotundo. Tan rotundo que obliga incluso a los brahmanes y sacerdotes védicos a modificar de raíz su chiringuito espiritual, integrando parte de esas ideas nuevas hasta dar a luz al hinduismo actual. La compasión es el nuevo concepto de moda. Buda es tan compasivo y su doctrina tan universal que hasta los seres del inframundo pueden alcanzar la iluminación gracias a ella. Las serpientes Naga, por ejemplo, cuyo Rey protegió a Buda de una terrible tormenta mientras meditaba, y que custodian las escaleras de todos los templos tailandeses. O los Yaksha, otro nombre que se le da a los Asura, los nuevos guardianes de la puerta o dvarapalas cuya fuerza demoníaca se pone al servicio de esta nueva fe. Así, cuando Lucifer nos recuerda que hasta el ángel preferido de Dios puede caer en desgracia, los dvarapalas nos recuerdan que hasta las criaturas más viles pueden redimirse por la compasión.

Los dvarapalas van a seguir la expansión del budismo a lo largo de las rutas comerciales asiáticas, enriqueciéndose y mezclándose con las leyendas y mitos demoníacos de los pueblos con los que se cruzan. Subiendo por el estrecho paso que conecta la India con Afganistán, penetran a principios de nuestra era en el reino grecobudista de Bactriana, donde aparece una de las iconografías sincréticas más delirantes: Varjapani, otro guardián protector de Buda de aspecto monstruoso, acaba fundiéndose con el Heracles que había llevado hasta ahí Alejandro Magno un par de siglos antes. Adopta la postura en suave contraposto típicamente griega, así como la túnica con hombro al aire, y bajo estos rasgos penetra en China por la ruta de los Oasis del Norte, donde se desdobla y funde a su vez con los dvarapala y con la tradición china de divinizar a generales para engendrar a los temibles generales Heng y Ha. ¿Os habéis perdido? Yo también. La genealogía de la iconografía de los demonios protectores tiene tantos brazos y ramas como pueblos tiene Asia.

o mi primer traumatismo
El japón pre-budista exhibía un rico imaginario folklórico con todo tipo de seres monstruosos, Yokais, Onis, Tengus, etc., que no han perdido un ápice de popularidad en un milenio, más bien al contrario: hoy en día gozan de una envidiable proyección internacional. Se trata a menudo de criaturas de moral ambivalente, que tan pronto hacen figura de compañeros mágicos de los héroes folklóricos como de sus más despiadados enemigos. El budismo le añade una capa teológica a esta ambivalencia: “dentro de Buda hay un Oni y dentro de cada Oni hay un buda”. No es pues de extrañar que en los cuentos populares, en las novelas de aventuras clásicas como el Viaje al Oeste y, finalmente, en el shonen manga actual, el motivo de cómo se convierte un monstruo o demonio de antagonista a compañero de ruta del héroe sea extremadamente popular. Allí están las inolvidables lágrimas de Piccolo, agonizando tras salvar a Son Gohan de un ataque mortal.
Me encanta el dibujo del batido, aunque le faltan las apsaras mitológicas apreciendo y saltando fuera del oceano de leche conforme van batiéndolo. Y bueno, en otros será más difícil, pero aquí, los Devas están de colores a la izquierda y los asura de marrón a la derecha.
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