Islas (島 / shima)

En el principio de todo estaba el mar, y una pareja de dioses, Izanami e Izanagi, hundió una lanza en la superficie líquida y removiendo y removiendo, de las gotas que salpicaban empezaron a salir islas. Concretamente, las 6000 islas que conforman el archipiélago nipón, de las cuales hoy en día más de 400 están habitadas. Obviedad: los japoneses viven en islas, nosotros, en general, no. En las narrativas occidentales, desde Robinson Crusoe hasta Lost, la isla remite a la alteridad espacial, la heterotopia, ese otro lugar a la vez deseado y temido, un trocito de tierra virgen en el que nuestra imaginación proyecta fantasías personales o colectivas, construyendo paraísos (o infiernos) para el individuo o para la sociedad. ¿Y en las narrativas japonesas?

El islote de Onogoro, con Izanami e Izanagi unidos

Empecemos con la Isla desierta arquetípica, con su geografía amable, sus playas de arena blanca y aguas turquesas, su jungla frondosa y rica en frutas y animales fáciles de cazar, sus lagos de agua dulce y montes que permiten divisar a lo lejos el horizonte. Desde Robinson Crusoe, fundador de la novela moderna, cuántos niños europeos han dejado vagar sus ensoñaciones por esos senderos sin mancilla: un espacio lejos de la tiranía paterno familiar con su retahíla de normas sociales absurdas, un espacio donde dejar rienda suelta a sus pulsiones más narcisistas y construirse un mundo nuevo a su imagen y semejanza…

Robinson, convirtiendo su isla en empresa capitalista

Tras un repaso mental rápido, me da la impresión de que este motivo fundacional y fundamental de la narrativa juvenil occidental no aparece, o al menos no con la misma fuerza, en el manga japonés para jóvenes, en el shonen, tal vez más versado en enseñar a su público las vías de la socialización y de la vida en grupo, con sus normas absurdas, que en alimentar sus fantasías más soberanamente individualistas.      

Akira Toriyama, Dragon Ball

Y sin embargo, allí está ella, eternamente icónica: una microscópica isla en medio del océano con encima una imposible casita rosa directamente sacada del más ochentoso de los videoclips de Duran Duran o de Wham. La Kame House es, como todo en Dragon Ball, de una sencillez extrema, pero de una interpretación difícil. ¿qué es? El modelo se repite a lo largo de toda la serie. El palacio flotante del todopoderoso o el diminuto planeta de Kaito con su otra casita imposible y su coche absurdo, no son sino nuevas micro islas a donde las tormentas de la vida (y de la muerte) acaban arrojando a Son Goku. Las tres son, en un principio, un espacio de transmisión de conocimiento y poder. A cada isla, un maestro: Kame Senin, Kami Sama y Kaito. Las tres acaban convirtiéndose en una burbuja idealmente fuera del tiempo, del espacio, y hasta de las leyes de la física más elemental y del sentido común (¿Agua, luz y televisión por cable en la Kame House? ¿coche en el planeta Kaito?), un sancta sanctorum en donde Goku instala a sus amigos, su familia de elección.  Las tres son, en algún momento, traumáticamente violadas: la Kame House por Raditz al inicio de Dragon Ball Z, el palacio flotante por Bu y el planeta Kaito por Célula.

Akira Toriyama, Dragon Ball

En definitiva, la isla en Dragon Ball no es la isla robinsoniana que el individuo altera a su antojo, sino el safe space eternamente idéntico a sí mismo, en el que refugiarse con los suyos de la hostilidad del mundo exterior.

Eiichiro Oda, One piece

Muchísimo antes de las islas desiertas, tan significativas de una época en la que Europa estaba explorando, con ímpetu conquistador, mares al otro lado del planeta, otro tipo de islas alimentaban la imaginación occidental. Se trata de las islas de la errancia, cada isla una etapa en el largo viaje del héroe, las islas a las que el mar va arrojando a Ulises, confrontado ahora a una bruja, ahora a un cíclope, ahora a una princesa enamorada, antes de conseguir regresar a la primera y última de todas las islas, Ítaca. Poco habrá de extrañarnos que las narrativas de la Grecia clásica tengan muchos puntos en común con las japonesas, a imagen de sus respectivas geografías. Así, la errancia insular es un esquema narrativo recurrente hasta en los shonens más famosos como One Piece o Hunter x Hunter.  

Kinji Fukasaku, Battle Royale

Pero la isla no es solo un espacio de experimentación y conflicto para el individuo. También puede convertirse en laboratorio social, un universo cerrado en el que construir perfectas utopías o, las más veces, aterradoras distopías. El primer modelo en la literatura occidental son Los viajes de Gulliver, una larga peregrinación del héroe de isla en isla y de sociedad en sociedad, a cada cual más extraña. Las islas-laboratorio seguirán poblando las narrativas juveniles durante los siglos siguientes, como La isla del Doctor Moreau de H. G. Wells, La isla misteriosa de Verne (que pasa de isla robinsoniana a isla laboratorio) o la Isla del Doctor No que abre la saga de los James Bond.

Tras otro repaso mental rápido, la isla laboratorio social tampoco me parece gozar de una excesiva popularidad en el Manga y Ánime. Tal vez el ejemplo más evidente es la franquicia de los Battle Royale, con libros, películas y mangas. La premisa es harto conocida: en una isla apartada se recrean artificialmente las condiciones para que los alumnos de un curso escolar se corten en pedacitos entre ellos hasta el último. Una especie de Señor de las Moscas en versión slasher y ciber que, como la novela de William Goldin, nos habla de la brutalidad de los niños sin supervisión adulta, aunque la moraleja final es, como siempre con los japoneses, mucho más ambigua. También lo es en el clásico sesentero que seguramente sirvió de inspiración para la franquicia: el Aula a la deriva del maestro del terror Kazuo Umezz, en el que un instituto entero es transportado tal cual a un planeta desierto. Spoiler: no sobreviven muchos alumnos.

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